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enero 22, 2007

¿Se despiden los derechos humanos?

Hermann Bellinghausen

La barbarie política del Estado ha sido una constante de los gobiernos mexicanos contemporáneos. Desde Gustavo Díaz Ordaz hasta Ernesto Zedillo, los gobiernos priístas desataron sucesivas "guerras" contra la protesta social, teñidas de paranoia y deliberadamente inexactas. Bajo una eficaz pantalla de "paz social", los gobiernos priístas emprendieron acciones represivas con una continuidad que va de Tlatelolco en 1968 a las represiones contra los pueblos de Atenco y Oaxaca en 2006, ya bajo los gobiernos panistas de Vicente Fox y Felipe Calderón.

A la par que crecía el uso de mazmorras, tortura y "desapariciones", triste eufemismo de asesinatos, en la guerra sucia de Luis Echeverría contra las protestas en la ciudad de México, y luego los grupos "subversivos" que brotaban por todo el país demandando un cambio profundo, se fue creando una cultura civil inédita. La derrota estudiantil del 68 acabó siendo una victoria cultural y hasta política, con énfasis en que el Estado mexicano era injusto y que era necesario vigilarlo y denunciarlo siempre que se excediera.

Los presos políticos del 68 morderían dentro de la cárcel, a pesar del proverbial silencio mediático. Y mordían afuera. Ya para los años 80, en el interregno postrevolucionario donde el Estado nacional viraba al neoliberalismo, en lo que va del fracaso de José López Portillo al contenido gobierno de Miguel de la Madrid, quedó establecido que los derechos humanos existían. Organizaciones de madres de los despaparecidos, centros de defensoría frecuentemente ligados a la iglesia católica progresista, nuevos grupos políticos y sindicatos independientes, movimientos campesinos y luchas urbanas por los derechos de las minorías (empezando por los de las mujeres, que además son mayoría), estimularon la creación de una cultura de los derechos humanos, la legitimaron y enaltecieron con acciones pertinaces y bajo no pocos castigos.

Al llegar el régimen de Carlos Salinas de Gortari, y con él el mareo ideológico y moral de muchos sesentayocheros, esta nueva cultura tenía tal peso que el gobierno hubo de establecer una Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) para atender el rubro. Y cada vez más, los muertos contaban. Y eran contados.

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